miércoles, 23 de marzo de 2011

El señor Serafín

--Ya hemos llegado. El lugar donde crecí.

Ana sonrió. En los meses que llevábamos saliendo había tenido tiempo sobrado para entender y aceptar que hablar sobre mi vida me cuesta horrores. Por eso, cuando la invité a acompañarme al pueblo para pasar las navidades, lo aceptó como el gran avance que suponía para nuestra relación.

Acabábamos de dejar el coche en la entrada, y mientras avanzábamos por la calle principal iba contándole como era la vida en el lugar. Cómo teníamos que ir al pueblo de al lado para ir a la escuela, cómo teníamos que ayudar en casa antes de hacer los deberes,

--En verano salíamos a jugar casi todos los días --le contaba--. Cumplíamos con nuestras obligaciones por la mañana, y por la tarde nos juntábamos todos para jugar.

--¿En invierno no salíais a jugar?

--Entre semana, entre las clases y las tareas apenas nos quedaba tiempo. Yo aprovechaba las horas finales del día para leer. El fin de semana, si hacía buen tiempo si, salíamos igual. Si no, o tocaba quedarse en casa. Eso sí, los sábados por la tarde nos juntábamos casi todos los del pueblo en el salón del Ayuntamiento.

--¿Para qué?

--Era una especie de reunión de hermandad. El alcalde consideraba que era bueno para la convivencia que nos juntáramos un día a la semana para pasar una tarde en común. Cada familia llevaba algo de comer, y aportábamos una pequeña cantidad de dinero para poder comprar las bebidas. Los críos jugábamos a cosas que no molestasen mucho, y los mayores se dedicaban al guiñote, a discutir lo que fuera, o a hacer cualquier cosa. Si había que decidir algo, se hacía entonces. Si había problemas entre vecinos, era el mejor momento para solucionarlos. Como estábamos acostumbrados a solucionar las cosas de ese modo, lo aceptábamos sin problemas y pocas cuestiones quedaban pendientes para la semana. Realmente ayudaba mucho para nuestra convivencia.

Ana escuchaba mis explicaciones con mucha atención, mientras seguíamos recorriendo las calles del pueblo.

--Claro que no todos iban --continué--. Aparte de los que fallaban algún sábado concreto, había gente que eso lo consideraba una estupidez, y no quería perder el tiempo allí. Como, por ejemplo, el señor Serafín.

--¿Quién era?

--Era un hombre de esos que ahora llaman “hecho a sí mismo”. Con mucho trabajo y mucha dedicación, consiguió que la destartalada granja de sus padres llegara a ser un próspero negocio avícola. Era considerado el hombre más importante del pueblo, más incluso que el alcalde o el médico. Era considerado un ejemplo a seguir. Mi padre me decía que si trabajaba duro como él, podría llegar lejos en este mundo.

--¿Y?

--Yo no le contestaba, no quería discutir con él, pero realmente no me parecía una opción tener que supeditarlo todo a trabajar y llegar más lejos. Escuchando los comentarios en las reuniones de los sábados, notaba cómo era admirado, pero no querido. Fastidiaba que no se relacionase con los demás, por estar siempre ocupado. Algunos lo disculpaban, pero la mayoría tenía la sensación de no ser lo bastante buenos para él. Ese fue el germen de la discordia.

--¿Por qué?¿Qué pasó?

--La prioridad de muchos vecinos empezó a cambiar. La relación con los demás dejó de ser importante para ellos, había que dedicar más esfuerzos al éxito. Cada vez iban menos vecinos a las reuniones de los sábados, hasta que, tras las elecciones y el cambio de alcalde, fueron canceladas para siempre.

--Una pena --comentó Ana, melancólica.

--Si. Una pena. Las relaciones entre los vecinos empeoraron mucho, dejó de haber interés común y dejamos de ser un pueblo unido. Como ya no me gustaba el ambiente, en el momento que pude me largué de aquí, y sólo vengo una vez al año, para celebrar las navidades con la familia.

--Y aquí estás, otro año más.

Asentí con la cabeza.

--¿Qué pasó con el señor Serafín? --me preguntó.

--¿El señor Serafín? Cada año que pasaba se hacía más rico, más importante. Pero seguía sin tener tiempo para nada. El pueblo le dedicó una plaza, y ni siquiera asistió a la inauguración. Apenas se relacionaba con nadie fuera de su trabajo, pero parecía no importarle. Llegó a ser uno de los hombres más ricos de la provincia. Y ahora…

--Ahora, ¿qué?

--Ven, te lo enseñaré.

La agarré de la mano, y la llevé hasta el final del pueblo. Tras el muro, estaba el cementerio del pueblo, donde, en el mismo centro, había una lujosa tumba. Tan lujosa, que bien podría haber pertenecido a un rey. Nos detuvimos delante de ella.

--Ahí lo tienes --le dije--. El señor Serafín, el más rico del cementerio.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo conozco varios Serafines.. y la verdad.. hasta yo en algun momento pude haber sido de su familia ¬¬

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